Boris Groys (Introducción a la antifilosofía)

El filósofo es el hombre sencillo de la calle que se ha perdido en el supermercado global de verdades. Y ahora está tratando de orientarse allí para encontrar al menos la señal de salida.
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En el último tiempo, el apocalipsis y todo lo apocalíptico se han vuelto temas de moda en las publicaciones intelectuales. Hoy es de buen tono quejarse del progreso científico, de la destrucción de la naturaleza, del peligro de la guerra y de la decadencia de los valores tradicionales. El optimismo de la modernidad ha sido relevado por el pesimismo posmoderno. Hasta hace realmente poco, la queja sobre el progreso técnico constituía un privilegio de los intelectuales de "derechas". Para los intelectuales de "izquierda" el progreso significaba la liberación del hombre del yugo de la naturaleza y de la tradición. Hoy en día las acusaciones contra el progreso se han mudado a las publicaciones de izquierda, mientras desde la derecha se subraya la necesidad del crecimiento económico. El "progresismo" se ha vuelto oficial y por eso es rechazado por los movimientos "alternativos", que a menudo se sirven para ello de argumentaciones "reaccionarias": los nuevos maestros pensadores Nietzsche y Heidegger han reemplazado definitivamente a Marx y su fe en el potencial salvador de las "fuerzas productivas". 

Esta apropiación de argumentos tradicionalistas en el ámbito de la izquierda posmoderna no se efectúa, desde luego, sin modificaciones esenciales. Los "reaccionarios" del pasado defendían la tradición mientras estaba viva y cuando todavía se creía en ella. Esta tradición otrora viviente ya es cosa del pasado y se la resucita como estilización, como retro. A la manera de Léon Bloy, que se definía como "católico no creyente", el intelectual contemporáneo simula con los últimos medios retóricos una armonía perdida que naturalmente no fue tal en su momento, sino el mismo tipo de lucha por la supervivencia que cualquier otra época de la existencia humana, incluida la actual. Se trata de una simulación y de simulacros cuyo carácter inocuo y aséptico está justamente garantizado por el actual progreso técnico. El mantenimiento del equilibrio en la naturaleza se vuelve la causa de la ecología, y el mantenimiento de la paz la del pacifismo, que se basa en el aspectro del "arma absoluta", la bomba atómica.

La apocalíptica antiprogresista del presente apela a los últimos logros de la ciencia, encarnados en la ecología contemporánea, para que se restaure con medios técnicos el paraíso perdido. Nuevamente se oyen reflexiones sobre la vida natural paradisíaca, la conciencia ecológica o el "nuevo socio" que lleva adelante una vida en consonancia con la naturaleza. El proyecto individual de los tradicionalistas y reaccionarios se vuelve un proyecto social, su antimodernismo es puesto sobre una base científica y muta en el programa técnico de la protección del medio ambiente. Lo pasado es idealizado como modelo de una nueva utopía técnica. La conciencia científico-técnica victoriosa de la era moderna proclama con benevolencia victoriosa su disposición a realizar los ideales de su enemigo mortal y coronar de este modo su propio triunfo. Los movimientos alternativos de izquierda crean nuevos mercados para la industria en el sector de los "productos ecológicos" y de la generación de un "medio ambiente más limpio", contribuyendo de esa manera a activar la coyuntura económica. 

En la búsqueda de un equilibrio social, sin embargo, se prefiere no tener en cuenta al ser humano individual. La muerte individual del hombre en su propia cama no constituye en este contexto un problema digno de consideración. Solo la muerte que es causada por la guerra o el terror, es decir, solo la muerte violenta, social, atrae atención sobre sí. La "muerte natural" es vista como un elemento normal del equilibrio ecológico natural y ningún pacifista se rebela contra ella. En el mejor de los casos, se indaga la cuestión de cómo diseñar una muerte más "humana" para evitar que se prolonguen innecesariamente los tratamientos, ahorrar gastos inútiles en procedimientos médico-técnicos prescindibles, y poder brindarle a cada ser humano la posibilidad de morir dignamente y con la sensación de haber cumplido con sus obligaciones ecológicas. 
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[...] la elección de los "humillados y ofendidos" está siempre vinculada además a objetivos prácticos: la búsqueda de nuevos mercados para colocar la propia producción intelectual, que no tiene salida en las metrópolis saturadas de ideas. En el último tiempo, los objetivos de la elección fueron volviéndose tranquilizadoramente más exóticos: China, Camboya, Cuba, Nicaragua. Los enfermos mentales, como para Freud y Foucault, los indios del Amazonas, como para Lévis-Strauss, o los árboles del bosque alemán, como para los "Verdes" de dicho país. 

No menos exótica, aunque sí más riesgosa, fue en su momento la elección de Lessing y de los héroes de su libro: como representantes "humillados" por el destino de un principio común al género humano eligieron a alemanes que proclamaban la superioridad de la raza aria. 

Esta elección, que a primera vista resulta curiosa, obedecía en realidad a motivos profundos. Ante todo en términos de la historia de la filosofía: si bien los teóricos de lo ario priorizaban lo particular por encima de lo universal (la idea aria por encima de la idea de humanidad), fundamentaban al mismo tiempo esa prioridad remitiéndose a algo todavía más universal  que la humanidad y su cultura: a la idea de un cosmos que abarcaba todo lo viviente y lo muerto. Más aún, la primacía de lo ario se fundamentaba con el argumento de que el ario se hallaba en una relación privilegiada con esa universalidad. Y, aunque los teóricos de lo ario criticaban la aspiración a la universalidad, en realidad continuaban no obstante la tradición de expansión teorética judeocristiana. 

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