Franz Overbeck (La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche)

NIETZSCHE, LA SOLEDAD
Iván de los Ríos

Nietzsche es mentira. Nietzsche es mentira del mismo modo que Spinoza es verdad. Spinoza y Epicuro de Samos son verdad. Diógenes de Sínope y Antístenes, sin duda y, desde luego, Michel de Montaigne, Sócrates o Henry David Thoreau. El probable que incluso Agustín de Hipona fuera verdad, una verdad perversa y contradictoria, ciertamente, una verdad rechoncha y voluptuosa cuidadosamente administrada en los hábitos cotidianos, pero verdad, al fin y al cabo. Nietzsche, en cambio, es mentira. Nietzsche es la mentira engendrada por sus lectores y acólitos, la fantasmagoría de sus epígonos, la alucinación y la envidia de todos nosotros, hombres medianos que alguna vez creímos en la posibilidad de vivir filosóficamente. Nietzsche es mentira y falsa la más célebre de sus sentencias: «Yo no soy un hombre, soy dinamita». Por supuesto que sí, dinamita. Tal vez nada pueda compararse con el estrépito cultural del pensamiento nietzscheano. No obstante, se tiende a interpretar con demasiada literalidad la primera parte de esta afirmación, se piensa con premura que Friedrich Nietzsche no fue un hombre sino un titán o un lobo, el depredador solitario cuya existencia sobrepasa los límites impuestos por la inercia social y la historia, la asfixia de las costumbres y la doma de los deseos. Falso. Nietzsche también fue un hombre en minúscula, un pensador colosal de vida insignificante con miedos estúpidos y gestos vanos, un hombre caprichoso incapaz de sobrevivir a una velada en compañía de mujeres bellas o atrevidas o ambas cosas a la vez [...]
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[...] A pesar de que las opiniones legadas por Nietzsche en la voluntad de poder nos han llegado incompletas, sus explicaciones de la historia del cristianismo, en particular de la constitución histórica del cristianismo primitivo, resultan provechosas y muy significativas tanto para una mejor compresión de sus ideas como para el conocimiento general de la historia del cristianismo. Nietzsche apoya su concepción del cristianismo como «reacción de las pequeñas gentes» en su interpretación del cristianismo primitivo como modo de pensar propio de las pequeñas comunidades de la diáspora judía oprimida durante el gran Imperio Romano. De acuerdo con esta interpretación, el cristianismo primitivo habría sido un instrumento mundano orientado a la consecución de la felicidad, tal y como convenía precisamente a esta comunidad. En este sentido, es muy interesante observar con cuáles de sus contemporáneos está dialogando aquí Nietzsche. Con ciertos coriferos* la teología moderna como Harnack, con la salvedad de que este último venera todo lo que Nietzsche aborrece. Sus explicaciones y la seriedad histórica en torno al origen judío del cristianismo son igualmente importantes en relación con los desvaríos de Schopenhauer, que quiso transformar todo cristianismo en budismo. Lo más gratificante y lo más saludable del anticristianismo de Nietzsche es el sentimiento sólido y natural de cuán profundamente ajeno es nuestro presente a las exigencias del cristianismo primitivo, un presente en el que Nietzsche, frente al consejo evangélico que anima a «convertirse en niños», puede proclamar: «Oh, qué lejos estamos nosotros de esa ingenuidad psicológica». En su crítica del cristianismo moderno, Nietzsche diferencia un doble cristianismo: el primero todavía necesario para acabar con la grosería y la brutalidad entre los hombres, y un segundo no necesario, sino pernicioso, en la medida en que atrae y seduce a todo tipo de hombres decadentes con el fin de complacer a su origen, que procede precisamente de los círculos de decadentes.

Nietzsche ha tenido poco que ver con la religión porque ha tenido mucho que ver con la cultura, un concepto más amplio por cuanto encierra en sí mismo la religión como uno de los instrumentos de la propia cultura que el hombre tiene en su poder. En su visión de la cultura como un todo, Nietzsche ignora lo singular y, por ello mismo, también la religión, aunque se trate de un asunto sobre el que habla y al que, en apariencia, presta atención. En sí misma, le parece una cuestión secundaria, completamente secundaria y, como tal, especialmente destacable, una cuestión grande o pequeña entre los muchos conceptos parciales del territorio conceptual, pero no por voluntad de Nietzsche, sino en virtud de una valoración cuyo criterio se deduce a partir de fuentes extrañas al propio pensador. Nietzsche ignora la religión como tal y en relación con sí mismo. No le interesa en absoluto. Precisamente porque él, como dice a menudo, es un reformador de la cultura (un poco al modo de Rousseau), resulta incorrecto decir que estamos ante un reformador religioso. Nietzsche reconoce todavía la existencia de la cultura en la lucha contra el nihilismo, pero no la existencia de la religión, cuya aniquilación profesa de modo explícito. Sólo una estirpe como la moderna, que se muestra indiferente ante la religión y que puede tanto emplearla como prescindir de ella, es capaz de aceptar a Nietzsche como reformador religioso, pues en sus manos la religión no es más que un juguete. Así es como entendió el cristianismo. Y dado que nuestra época no se comporta al respecto de modo distinto, su valor en calidad de reformador de la cultura ha podido extenderse hasta el círculo de los teólogos. 

* En el teatro griego, el corifeo es el jefe del coro que toma la palabra en nombre de éste. 

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