Manuel Cruz (El ojo de halcón) Cuando la filosofía habita en los detalles

SOBRE MERITOCRACIA Y COMPETITIVIDAD

Me llama la atención que algunos autores, proclives a los planteamientos liberales en sentido amplio, creen haber descubierto el Mediterráneo de la idea de responsabilidad individual, que utilizan a destajo como panacea contra todo lo que les suene (y, ay, casi todo les suena en el mismo tono) a proteccionismo estatalista, paternalismo de lo público, etc. Empezaré puntualizando que, lejos de rechazar la idea, me parece particularmente digna de reivindicación en estos tiempos, en los que, habrá que reconocerlo, sectores progresistas han renunciado, sobrados de ligereza y escasos de crítica, a valores como el del esfuerzo y similares. En todo caso la reivindicación de esta variante de responsabilidad no debería servir como escusa/coartada para un argumento que me parece absolutamente falaz. 

Porque se deja ver fácilmente que el empeño en la reivindicación de la responsabilidad individual acostumbra a albergar en la práctica el propósito, poco enmascarado, de vaciar de contenido la noción de responsabilidad colectiva, que a los señalados sectores conservadores les incomoda en la medida en que implica costosos compromisos de solidaridad con los segmentos más desfavorecidos. De ahí que prefieran no continuar hablando de la responsabilidad de la sociedad con los parados, con los enfermos, con los refugiados o, en general, con el conjunto de los excluidos y, en su lugar, propongan hacerlo de la responsabilidad individual de los desempleados en la obtención de su puesto de trabajo, de la de los enfermos en el consumo de sus medicinas, de la de los trabajadores hoy en activo en la previsión de su pronta jubilación, y así sucesivamente.

Las referencias a lo colectivo suelen ser consideradas por parte de estos sectores a los que me vengo refiriendo como indicador de actitudes pasivamente resignadas (porque se supone que se esconden en la reclamación de protección social los que no tienen coraje para enfrentarse por sí mismos con los retos que les va planteando la vida), inhibidoras de la iniciativa individual y otros mantras del liberalismo, asiduamente visitados por quienes lo cifran todo en el valor incuestionable de la competitividad. Como si a estas alturas no hubiéramos acumulado suficiente experiencia histórica como para continuar creyendo que solo con competitividad, esto es, sin el adecuado correctivo de unas políticas que potencien una genuina igualdad de oportunidades, tiene sentido aspirar a una sociedad más justa y equilibrada. 

No deja de ser llamativo que quienes tienen a Popper y su falibilismo como referencia casi absoluta de autoridad, y no dejan de insistir en la importancia de la incertidumbre y la necesidad de tener dudas, en ningún momento pongan en cuestión la creencia fundamental en la que se basa su propia argumentación, que no es otra cosa que la de que el mercado y la libre competencia todo lo regulan y resuelven. Estos apóstoles de la incertidumbre y de la duda, al par que martillo de herejes de los dogmatismos ajenos, están dispuestos a ponerlo absolutamente todo en cuestión menos eso. Las flagrantes injusticias y desórdenes que pueda haber en nuestra sociedad constituyen si acaso, según ellos, el resultado precisamente de una insuficiente liberalización en todos los ámbitos, insuficiencia ante la cual no queda otra opción que la de perseverar en la receta, o sea, más de lo mismo (¿no es ahí donde estamos desde hace demasiado con los dolorosos resultados conocidos por todos?).

A veces poner rostro a las ideas ayuda a dejar las cosas más claras: Aznar no solo afirmaba sino que -lo que es peor- llevaba a la práctica este tipo de convicciones, y cuando se le reprochaba, pongamos por caso, el disparatado aumento del precio de la vivienda replicaba liberalizando por completo el suelo, asegurando que de esa forma las viviendas se abaratarían de inmediato. Las consecuencias de tamaña perseverancia no fueron, ciertamente, en la dirección prevista por sus apologetas, pero ello no parece haberles movido a revisar los principios básicos de su programa. Curioso el proceder de estos popperianos dispuestos siempre a someterlo todo a la prueba del algodón de la falsación... menos sus propias doctrinas. 

Si fueran capaces de correr dicho riesgo, tal vez nuestros conservadores caerían en la cuenta de la confusión fundamental sobre la que se sustenta todo su discurso, la que identifica meritocracia con competitividad. Cuando parecía que había caducado, por desvergonzado, el tópico más reiterado por la derecha en los últimos años, el célebre <<ustedes tienen la culpa de la crisis por haber vivido por encima de sus posibilidades>>, dirigido precisamente a los damnificados por la misma, hete aquí que anuncia su llegada el tópico de recambio, de especial aplicación a parados y cualquiera otros colectivos que estén siendo víctimas de alguna exclusión, el (si cabe) aún más desvergonzado <<se lo tienen ustedes merecido: eso les pasa por no ser suficientemente competitivos>>

EL PRESENTE ENTENDIDO COMO UN NUEVO DÉJÀ VU

Sabíamos, porque veníamos avisados por el antes citado Guy Debord y otros, que la nuestra es una sociedad que convierte en espectáculo todo cuanto toca, pero tal vez no habíamos prestado suficiente atención a los efectos que dicha espectacularización desarrollada sobre la vida pública. Uno de ellos lo estamos viviendo en este país con especial intensidad en los últimos tiempos. Me refiero a la tendencia, tan potenciada por los medios de comunicación, a interpretar los asuntos colectivos (especialmente los políticos) en clave personalista, e intentar encontrar protagonistas individuales para esos asuntos.

Dicha tendencia adopta diversas formas, según el momento del que se trate. Así, en momentos de enorme confusión política como los actuales es frecuente que adopte la de la insistencia en la necesidad del relevo generacional de la clase política. Nada había que objetar a dicho planteamiento si no soslayara el elemento fundamental, constituyente, de lo político. Me refiero al elemento programático. Soslayar la importancia de los programas, de las propuestas estratégicas -y, por cierto, de la necesidad de explicitar la forma jurídico-política que deben adoptar- solo sirve para incrementar el marasmo y la confusión, ya de suyo excesiva, en los que andamos inmersos.

Es esa lógica superficialmente personalizadora la que tantas veces ha movido a considerar amortizado a un dirigente por el hecho de llevar muchos años en primera línea (con otras palabras, posiblemente las propias en esta época de dictadura de la imagen: por estar <<muy visto>>), sin atender a su trayectoria ni al contenido de sus propuestas,o, tal vez peor aún, a saludar la aparición de cualquier personaje decididamente menor como la gran esperanza blanca de nuestro futuro colectivo por el mero hecho de que sea joven y tenga desparpajo, (o, simplemente, hable de corrido), aunque no se le conozca una sola idea de interés.

Nunca he conseguido simpatizar con esas personas que confunden argumentar con hablar sin parar, con contestar siempre algo a cualquier cosa que sea la que se le pregunte, incapaces de proporcionar una respuesta tan simple como <<tal vez tenga usted razón>> o, si tal concesión les resulta literalmente insoportable, al menos un <<no sé qué decirle en este momento: me lo pensaré e intentaré responderle algo con sentido en breve>>.  Pero me doy cuenta de que eso que detesto es precisamente lo que otros consideran una cualidad para desempeñarse como político. Una buena metáfora de lo que muchos entienden como un buen político la constituía un espacio -incluso hace un tiempo en un programa de televisión de gran audiencia- que se anunciaba como de <<búsqueda de nuevos líderes>>, cuya dinámica de funcionamiento consistía en ir proponiendo, sin previo aviso ni preparación, los más diversos temas a los aspirantes. <<Ganaba>> el que era capaz de decir algo de apariencia convincente incluso sobre temas en los que era un completo ignorante. ¡Y yo que pensaba que justo tal cosa era el paradigma del charlatán!

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